El negocio del lujo quiere rejuvenecer la creación
El concepto del lujo implica ostentación y, cuando se trata de ropa, la marca es probablemente el factor de ostentación principal. En una prenda de Christian Dior lo más importante es la etiqueta que, a estas alturas de la historia, es lo único que sigue implicando al mito; lo demás, todo el mundo sabe perfectamente (pero no le importa) que es añadido por terceros con buena voluntad.
De todos modos, tanto los capitalistas que usufructúan la herencia del mito en sus estructuras empresariales con marca heredada como los usuarios que se envanecen luciendo las prendas querrían que éstas, además de la etiqueta, llevaran impregnado algo del estilo del genio al que invocan: un soplo artístico que legitime el uso de su nombre y lo haga creíble.
Durante lustros se ha supuesto que los sucesores de los modistos eran tanto más legítimos cuanto mejor permitieran a los clientes y a los críticos y, en fin, a la sociedad en la que cada uno se mueve, evocar el estilo de la figura histórica cuya gloria se pretendía compartir.
Pero en los últimos tiempos esto ha ido cambiando. Y los propietarios de las marcas históricas ya no se preocupan tanto porque los diseñadores que fichan para sus grandes nombres de la costura encarnen bien la continuidad como de que la rejuvenezcan, que la recreen (y por tanto, en el fondo, la traicionen) con un estilo más moderno, más actual.
Esto significa que las nuevas generaciones de consumidores distinguidos ya no sienten reverencia por las glorias antiguas, pues, si los gerentes de LVMH y de Kering, los grupos del lujo por antonomasia, optan por rejuvenecer a los directores artísticos de sus marcas históricas admitiendo el desafío de que sean menos históricas, es porque han descubierto que las clientelas potenciales han perdido, o están en trance de perder, la reverencia por el mito.
Y van aún más lejos: la manifestación más revolucionaria del cambio en las relaciones lujo-moda ya no es que LVMH y Kering estén invirtiendo en diseñadores nuevos para dirigir sus viejas constelaciones, sino que están invirtiendo en los diseñadores mismos independientemente de la costura, comprando participaciones de sus mini-empresas actuales, convirtiéndose en sus accionistas.
Cuando Kering ficha a Alexander Wang para Balenciaga, el valor permanente sigue siendo Balenciaga. Cuando entra como accionista en la pequeña empresa de un joven diseñador de Londres que empieza a sonar ahora, este diseñador está en camino de ser un valor por sí mismo.
Es un movimiento todavía incipiente, pero en los círculos intelectuales de la moda (no siempre coincidentes con los financieros) se habla de que tanto LVMH como Kering se van a convertir en constelaciones de gabinetes de diseñadores treintañeros, mini-empresarios subvencionados, de los cuales harán los ídolos de los consumidores de mañana.
Por cierto que las canteras para este fenómeno ya no serán París ni Milán, sino Londres y, sobre todo, Nueva York (que actualmente es el principal puerto de arribada de los diseñadores emergentes de todo el mundo).